Alfonso Bullé Goyri
Aracataca está de luto. Falleció Gabriel García Márquez. Un vacío grave ha dejado entre nosotros su partida. Ahora, más que nunca, sentimos el peso de su ausencia y América Latina se tiñe de luto. La suya fue una vida intensa de hombre que formó parte de la “pléyade” de grandes escritores que poblaron el paisaje de la América Hispana de la segunda mitad del trepidante siglo XX. Por sus novelas, por sus ensayos, por su posición política, por su gracia de hombre de mundo, por sus anécdotas y su gusto por el cine, García Márquez deja una estela dilatada, reconocida por la poderosa prosa que forjó su genio. La obra de García Márquez nutrió al mundo de las letras universales y le imprimió un sello inconfundible a toda una época, donde compartió tribuna con prodigiosos escritores de todos los continentes. Fue leído con entusiasmos en Europa, en Francia sobre todo, donde vivió y escribió. De su pluma joven nacieron “La hojarasca” (1955); “El coronel no tiene quien le escriba” (1961), “La mala hora” (1962) y “Los funerales de la Mamá Grande” (1962), todos cuentos magistrales que le sirvieron de base para construir una de las obras más fantásticas de la lengua española, “Cien Años de Soledad” (1967). Carlos Fuentes advierte un rasgo muy interesante en la obra de del escritor colombiano. Sus trabajos constituyen un cuerpo unitario. Cada relato, dice Fuentes“, cada uno más maravilloso que el anterior, porque cada uno contenía al anterior y anunciaban al siguiente: “Monólogo de Isabel viendo llover en Mancondo” y “Un día después del sábado” conducían (a los cuentos más conocidos) y prologaban, — siegue diciendo Fuente—como el eco del mar dentro de un caracol, los inquietantes pórticos de pasados relatos… ”La tercera resignación”, “Eva dentro de su gato”, “Tubal- Caín forja una estrella”, “Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles” y “Ojos de perro azul”…, títulos que eran nombres, nombres que eran bautizos, nombres de misterio y amor que se pronosticaban a sí mismos como arte y artificio, naturaleza y natividad, profecía y advertencia, recuerdo y olvido, vigilia y sueño”(sic).
Gabriel García Márquez fue un hombre afortunado. Tuvo éxitos y sus pesares estaban ligados a las letras, a la creación. Una narrativa fantástica que nacía de las entrañas de su tierra, que emergía como un caimán en medio del lago y que miraba impávido sus dominios. Sus escritos eran autobiográficos y su biografía era el itinerario deslumbrante de los cuentos que había escuchado de su madre, que a decir de alguno de sus parientes, “ella sí sabía contar cuentos”. Cada narración contiene el aroma de su tierra, de la palma africana, de la yuca y del plátano. Son relatos húmedos, empapados por la Ciénaga Grande de Santa Marta, aguas que corren por una gran cantidad de ríos, caños, arroyos y quebradas que riegan campos feraces y misteriosos, donde encontró la fuente de su caudal literario. La originalidad de García Márquez es ese encuentro con la naturaleza que constituyó su mundo y que lo llevó hasta las más remotos y lejanas tierras, extrañas a esa cultura bronca y delicadamente salvaje, recia y cadenciosa que mira a la cuenca del Caribe, su mar, su otra fuente de inspiración que recala en las magníficas caderas de Cartagena de Indias, ese deslumbrante puerto que supo defenderse de los pirateas y bucaneros, levantando una muralla que serena domina el horizonte y resguarda a la Patria.
En 1982 recibe el Premio Nobel de Literatura, la máxima presea a la que puede aspirar cualquier escritor. El codiciado Galardón lo recibe del Rey de Suecia y ese día Gabriel García Márquez da la nota mundial, rompe la formalidad o inaugura un nuevo protocolo. Sorpresivamente, en medio de la adusta etiqueta de los negros jaqués y albas camisas de plastrón y cuello de pajarito, irrumpe Gabo ataviado con una hermosa guayabera, esa atractiva prenda usada por el pueblo de la región Caribe de Colombia. Una guayabera, con pantalón y botín blancos hace la diferencia y marca el tenaz ensueño por mostrarse tal y como es ante un mundo de ceremoniales aristocráticos. Una luz blanca en un escenario regio de corte europea que deja ver la alegría de un escritor que siente la realeza de su pueblo y que sabe portar su vida con elegante pudor. Y es que el Premio Nobel lo recibe un colombiano que habla de lo más próximo, de los sueños y fantasías de su pueblo, de los misteriosos relatos que confecciona la mente deliciosa del trópico y que se hunde en el enigma oculto de los mitos y leyendas que se viven, que vibran en las caminos sinuosas de una historia centenaria. Así recibe el máximo reconocimiento a su labor de escritor, de un hombre sencillo y refinado, que ha esculpido una historia con base en fábulas que son tardes marinas y aromas de mujer.
Hoy, jueves 17 de abril Gabriel García Márquez se ha ido y nos ha dejado sus cuentos, sus relatos, sus sueños en sus historias, los delirios en sus narraciones que son nuestras, como son nuestras la brisa y el movimiento del mar que baña las tradiciones que fijó en sus novelas. Se ha ido y está ya en nosotros en cada palabra, en cada pasaje donde Aureliano Buendía pone el acento de un encuentro con la vida, con la vida del arte de saber vivir, de saber hablar y de saber construir la vida que se hace literatura.