Juan Diego Quesada
José Emilio Pacheco, fallecido el do- mingo en la capital mexicana a los 74 años, podría haber sido velado en el Palacio de Bellas Artes, el símbolo más pomposo de la cultura mexi- cana, al modo de un faraón o un jefe de Estado. Pero antes de morir dejó dicho que prefería el Colegio Nacional. Aquí, en un rinconcito del cen- tro histórico de la Ciudad de México, venía una vez al mes y se sentaba en los bancos de piedra de un bonito y si- lencioso patio rodeado de naranjos y limoneros. “Se va a quedar aquí un ra- tito. Era una ilusión muy grande para él acercarse de vez en cuando y charlar con gente de todo tipo. Mujeres con bolsas de los mandados, jóvenes, estudiantes, comerciantes. Vamos, la gente de la calle”, relataba Cristina Pacheco, esposa del ganador en 2009 del Cervantes y del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana.
Alérgico a los elogios, Pacheco (que había sido hospitalizado el sábado como consecuencia de un golpe en la cabeza recibido en su domicilio) solía decir que ni siquiera era el mejor escritor de su barrio. Juan Gelman, que murió diez días antes, era su vecino. La coincidencia inspiró las palabras de Cristina Pacheco: “Es lindo pensar que en el último trabajo que hizo (un artículo sobre el propio Gelman para la revista Proceso) se encontró con un amigo, con un poeta, y a lo mejor andan juntos por allí en alguna parte inventando historias”.
México lloró durante toda la jorna- da a uno de sus más grandes escrito- res. Los que lo conocieron lo retrataron como un hombre normal, alejado de podios y capillas, alguien que vivió como si nunca se fuera a morir. “Te- níamos planes de aquí a 2.000 años”, decía su mujer. Jorge Volpi pasó al lado del féretro con sus restos mortales y dejó una reflexión tan sencilla que parecía llenar todo el vacío de la pér- dida de Pacheco: “Se va un grande”.
Entre la muchedumbre sobresalía el sombrero de Jaime Cuéllar, un exper- to en cine político. Está obsesionado con encontrar una película, Mariana Mariana, cuyo guión es de Pacheco. “Dudo que alguien aquí la haya visto”, sugería oteando a los presentes. No estaba aquí para hacer negocio, pero llegado el momento todo se podría hablar. “Hombre, si alguien me pide un título y lo tengo en mi colección, lo copio y lo traigo en media hora. No sería una falta de respeto hacia Pacheco, al revés. Estaría encantado que distribuyésemos sus películas”. Gente de todas las edades, altura, peso, condición social, se acercaron para darle el último adiós al poeta.
Los restos de José Emilio Pacheco serán incinerados. No quería pasar la eternidad encerrado en una caja. Tenía claustrofobia.