Por Alfonso Bullé Goyri
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El 19 de mayo pasado, Elena Poniatowska cumplió 82 años. Quizás en la intimidad de su familia fue agasajada, visitada por sus amistades cercanas para estrecharla y seguramente celebrada con admiración y respeto por sus pares en el mundo de las letras. El acontecimiento en sí mismo no constituye tema para la prensa porque forma parte de la intimidad y es sólo el ciclo de una vida rica y contrastada de una mujer intensa, llena de ensueños y utópicos deseos, de una apasionada mujer dueña de sí misma que se entregó a la palabra porque sabía muy bien que era el ámbito magnífico de las quimeras y de los caminos que conducen a la realidad inconmensurable del destino.
Pero Elena Poniatowska exactamente un mes antes hizo noticia porque en una noche tibia del abril madrileño recibe el Premio Miguel de Cervantes en la centenaria Universidad Complutense de Alcalá de Henares, célebre institución fundada por el no menos legendario Cardenal Cisneros, confesor de la Reyna Isabel de Castilla en el años de 1499. El reconocimiento más significativo de la lengua española que otorga anualmente el Ministerio de Cultura de España a propuesta de las Academias de la Lengua de los países de habla hispana, se le concedió a la escritora mexicana Elena Poniatowska. Teniendo como escenario majestuosos el paraninfo de esa rancia universidad donde franquearon sus aulas figuras destacadas como Ignacio de Loyola, Lope de Vega, Francisco de Quevedo y Villegas, Pedro Calderón de la Barca, para sólo nombrar a algunos de los más conocidos, ante los reye de España fue homenajeada la escritora que se supo sumergir con imaginación y vivaz pulcritud en el mundo cotidiano de la ciudad de México. En la ceremonia real de entrega de la presea, Elena Poniatowska fue saludada nada menos que por la aristocracia española en el más pulcro sentido, por la nobleza del espíritu, por los poetas y por quienes han enaltecido la palabra. En efecto, en la noche del 23 de abril Elena Poniatowska fue lisonjeada como una eminencia gracias a sus obras y su quehacer, fue loada por todos aquellos que con la palabra hacen patria y honran la tradición de un pueblo, el pueblo que imagina y se entienden con el habla de Miguel de Cervantes, una de las figuras señera de nuestra lengua castiza.
El jurado de este premio, presidido por el presidente de la Real Academia Española, José Manuel Blecua, señaló que la presea se le otorga a Elena Poniatowska por su “brillante trayectoria literaria en diversos género, de manera particular por la narrativa de la que es poseedora y por su dedicación ejemplar al periodismo”. En los salones de esa vetusta universidad antes de la ceremonia se recordó una de las obras testimoniales más conmovedores de las que tenga registro las letras mexicanas titulada “Hasta no verte, Jesús Mío” dada a la prensa en 1969. También, entre los asistentes vino a la memoria el inmortal libro que la impulsó hasta ubicarla en el orbe selecto de los grandes escritores. En efecto, en los corrillos, los asistentes recordaron la obra quizás más leída de la escritora, “La Noche de Tlatelolco” donde examina los trágicos sucesos del año 68 acecidos en la Plaza de las Tres Culturas donde la intransigencia de un gobierno convirtió la protesta en el inicio de un épico proceso que no termina por concluir en México.
El reconocimiento fue el mejor pretexto para que Elena Poniatowska se dirigiera al mundo y con la pulcra prosa que fue edificando a lo largo de su vida, se dirige a la España republicana, a la España que nosotros conocimos, a la España culta que recoge la tradición cervantina y la coloca entre las egregias nopaleras y las enhiestas pirámides, entre los poetas y pensadores mexicanos que supieron recibirla con candidez, respeto y enorme admiración. Habló Elena Poniatowska frente a los reyes de la España monárquica y habló a todos aquellos que buscaron refugio, que en México encontraron hogar y que de su pesar por la madre patria, convirtieron su nueva mansión, en la madre adoptiva que les brindó calor y residencia, tiempo de fuga y tiempo de encuentro. Elena Poniatowska toma la palabra ancha, la palabra honda, la palabra universal que honra en Alcalá de Henares, y con fuerza y decisión la toma para convertir su premiación en un homenaje a las mujeres que la antecedieron. La valiente mujer entregada a sus ideales en México, evoca a las mujeres pensantes, a las mujeres “zarandeadas por sus circunstancias que no tuvieron santo a quien encomendarse”(sic). Con la elegancia de una prosista que sabe llegar al centro del alma, saluda a las tres Marías, a María Zambrano, la filósofa que vivió en México y que a tantos enseñó; a la poeta cubana, amiga de García Lorca, Dulce María Loynaz y a Ana María Matute, la magistral prosista catalana que en sus novelas pinta el drama de la guerra que aún no olvidan los españoles de los dos lados del océano.
Así nuestra escritora, con esa prosa tan dulce como sencilla y llena de sabor mexicano, se dirige al gran mundo de las letras hispanas, recibe el premio Cervantes como una princesa indígena y desde ahí, con su voz suave del español mexicano, dignifica nuestras estirpe y universaliza la voz mexicana en una voz universal como la de ella, cargada de regionalismo pero que nutren y dan vigor a las letras de la Península Ibérica.